Desde la publicación de su primer libro, en 1992, la identidad de Elena Ferrante era una incógnita. Pero tras el éxito del Cuarteto Napolitano, una saga de cuatro novelas en la que se narra la vida de dos amigas en Nápoles, las especulaciones sobre quién estaba detrás del seudónimo aumentaron.
Finalmente, el pasado domingo, un periodista italiano, Claudio Gatti, afirmó haber descubierto quién es en realidad Elena Ferrrante.
La revelación trajo consigo una pregunta ineludible: ¿Cambia nuestra experiencia lectora saber quién es Elena Ferrante? De la escritora, hasta el domingo, se sabía poco: ha dado pocas entrevistas —siempre por email— y nunca hizo promoción de sus novelas. Afirmó: “Los libros, una vez escritos, ya no necesitan a sus autores” (como dijo Umberto Eco) y criticó el que un escritor no pudiera dedicarse, simplemente, a escribir (“Muchas veces no es el libro lo que cuenta sino el aura de su autor”).
En un mundo dominado por la publicidad, por la exposición constante, Ferrante eligió, desde el inicio de su carrera, privacidad absoluta (tal como hicieran antes, por ejemplo, J.D. Salinger o Thomas Pynchon). Y sus lectores, de acuerdo a las reacciones negativas que ha generado el artículo, habían aceptado de buena gana no saber quién les entregaba esos libros maravillosos. Gatti, por su parte, decidió que lo que había elegido Ferrante no importaba en absoluto e hizo una revelación que carece de importancia y nadie le solicitó.
El acuerdo entre Ferrante y sus lectores funcionaba porque, en realidad, ella tiene razón. Una vez escrito, el libro ya no necesita a su autor. Ante una buena novela, un grandioso poema, un cuento sublime, el nombre detrás de la pluma es lo menos importante. ¿Por qué mejoraría un texto el saber que su autor milita en un partido o gusta de tal vino? Ferrante no sabe nada de sus lectores y sus lectores no sabían nada de ella. La única conexión entre ambos se daba en el espacio neutral de la ficción.
Los editores de Ferrante (los únicos que saben con certeza quién es la escritora) no confirmaron ni negaron nada de lo dicho en el artículo. Pero, si al final el periodista tiene razón y entonces no existe más Elena Ferrante sino una traductora italiana, no habremos ganado nada en absoluto. Ella, por el contrario, habrá perdido aquello que eligió y mantenía hace más de veinte años.
3 comentarios
Todavía no termino de leer 2666, pero me recordó a Archimboldi. Diré, sin embargo, que para gente como yo, que se pasa gran parte de su día investigando y autenticando (¿existe ese verbo?) información, especialmente de autores, ese tipo de información es valiosa. Como uno no sabe realmente qué es lo que busca el usuario, la regla de oro es darle la mayor cantidad de información posible. Así, en este caso por ejemplo, entre más nombres con que asociar tal o cual seudónimo, es mejor. Sé que traiciona la intención del autor e, incluso, mata la idea de que el texto debe mantenerse por sí mismo pero así es el cruel mundo de la bibliotecología donde la literatura no es más que otra forma de información :P.
Lo que me disgusta del asunto es lo entrometido que resultó el periodista. Es cierto que todo periodismo es entrometido, se mete donde no debe, pero aquí se trató de igual manera a Elena Ferrante, una escritora, que a Mauricio Macri, un presidente con empresas off-shore. La investigación fue más allá de lo literario, buscaba un nombre sólo porque sí, no había, en realidad, un motivo especial o necesario para que «la persona» detrás de Ferrante saliera a la luz. Tan es así que a dos semanas del artículo ya casi ni se habla de este asunto, la presunta autora no dijo ni mu y a nadie parece importarle.
Respecto a que al bibliotecario le es útil, me gustaría que ahondaras en esto. ¿Cómo te sirve a ti saber quién está detrás de Elena Ferrante para mejorar la experiencia del usuario?
Se me había pasado decir: respuesta próximamente en el blog.