El viernes de la semana pasada consigo el teléfono de un electricista para que venga a hacer un trabajo menor en el departamento. Lo llamo y quedamos que viene el lunes temprano. El arreglo es un poco urgente, más por ansiedad que por otra cosa. El lunes por la mañana el electricista se comunica y me dice que no podrá llegar, que lo dejamos para el jueves.
Por ansiedad decido que no quiero esperar al jueves para un arreglo que, repito, es menor. Salgo y pregunto al encargado de una ferretería si conoce un electricista para recomendarme. La suerte está conmigo: el portero de un edificio cercano es electricista y honrado, me aclara. Hacia allá me dirijo y arreglo con el electricista que venga al departamento al medio día.
Un par de horas después llega el electricista y realiza el trabajo. En total son 42 pesos (treinta de mano de obra y doce por el material). El trabajo está realizado y es impecable. Hago nota mental de que tengo que llamar al otro electricista para cancelar.
Pasan los días. El miércoles aún no he llamado al electricista. Jueves por la mañana: suena el timbre del departamento. Sé quién es antes de contestar por el portero eléctrico. Me enfurezco conmigo mismo por haber olvidado hacer la llama. Bajo y lo primero que hago es pedirle disculpas porque el trabajo ya lo realizó otro y olvidé cancelar. Me mira. Le digo que espero que no haya venido de muy lejos. Pido disculpas de nuevo. Me dice que, al menos, le pague el material. Por supuesto, le digo.
Subo por dinero todavía avergonzando. Bajo. Le pregunto cuánto es y resulta que son cuarenta pesos. Tiene una nota pero desconfío de la nota porque no puede ser que la misma pieza cueste doce pesos el viernes y cuarenta pesos seis días después. De todas maneras le pago y vuelvo a pedir disculpas.
Acepta las disculpas y se va. Me deja la pieza, por supuesto. Y esas son las consecuencias del olvido.