El sueño de una lengua propia cabe en una valija

Es posible elegir cómo se quiere vivir, qué se quiere ser, con quién se quiere estar y de qué manera. Y nuestra lengua no tendría, no puede quedarse afuera de esta reflexión.

Las palabras son nómadas; la mala poesía las vuelve sedentarias.

Ida Vitale

La vida es cambio. Si tenemos suerte deberíamos tener la fortuna de experimentar, al menos una vez, un giro copernicano personal; un cambio radical de perspectiva, un terremoto que nos mueva a pensar distinto, a mirar distinto. Yo tengo el mío, me ocurrió hace un par de años y sus consecuencias continúan repercutiendo en muchos aspectos de mi vida cotidiana, especialmente en mi uso del idioma español.

En 2009 fui a Buenos Aires y viví allí hasta 2014; el pretexto del viaje era estudiar una maestría pero a mí no me interesaba irme, cursar y luego volver. Yo quería vivir allá, estar sin una fecha de caducidad. Para lograr este objetivo había que resolver muchas cuestiones del orden práctico pero había una en particular que me parecía fundamental, me estimulaba y no me causaba conflicto: dejar atrás mi variante dialectal materna (sur de México, Chiapas) y adoptar, comenzar a usar, la variante argentina-rioplatense.

Uno de los grandes conflictos del extranjerx es no darse a entender. Peor, no ser entendido en su propio idioma. Descubrir que las palabras que conocemos, las que nos enseñaron, las que usamos día a día son inútiles, abre paso al desasosiego. Obtener agua mineral en un bar se hace imposible, no porque no haya sino porque hay que nombrarla como corresponde. En Buenos Aires: agua con gas. La situación puede causar gracia pero cuando se repite constantemente en situaciones diversas, la gracia se transforma en frustración. Este sentimiento cala más hondo, dura más tiempo y activa uno de dos mecanismos de defensa radicalmente distintos: aferrarse al léxico conocido o aceptar la novedad.

En mis primeros meses en Buenos Aires conocí mexicanxs que enfurecían porque no les entendían cuando decían engargolado en vez de anillado, metro en vez de subte, ligar en vez de levantar, micro en vez de bondi, unicel en vez de telgopor. La mayoría elegía conservar, aferrarse, al léxico de su país, aunque ya no estaban en él. El orgullo nacional resumido en la frase: así se dice. Por mi parte, yo resolví que, si quería ser de Buenos Aires, desvanecer lo más posible mi huella de extranjero (es imposible borrarla por completo, obviamente) el primer paso (y el que podía dar de forma inmediata) era la aceptación absoluta e incondicional de la nueva variante dialectal. Así, comencé a incorporar sin conflictos nacionalistas el léxico nuevo y dejé de lado, sin culpa alguna, un conjunto de palabras, modismos, tonadas, giros, que me habían acompañado toda la vida pero que pertenecían a otro lugar que había quedado a miles de kilómetros de distancia.

Hasta ahora no hay nada extraordinario. Lo que ocurrió es un desplazamiento de la variante dialectal materna. Si se quiere es una situación tanto más peculiar porque no se trata de un idioma distinto (algo más usual y quizá frecuente). Pero finalmente es un mecanismo que ya otrxs han ejecutado con anterioridad y muchísimas veces.

El sueño porteño se interrumpió (por voluntad propia) a finales de 2014. Durante esos años nunca dejé de ser extranjero pero me camuflaba bastante bien y casi nunca me sentía como tal. A pesar de esto, armé las valijas (físicas dos, abstractas nunca las conté) y volví a Chiapas, a Comitán, la ciudad donde nací y viví dieciocho años y que lo único en común que tiene con Buenos Aires es que también se habla de vos y se conjuga verbalmente con el mismo modelo (tenés, podés, jugás).

¿Qué había en mis valijas mentales? Además de mucha nostalgia, estaba empacado todo mi guardarropa lingüístico que con tanto cariño había aprendido e incorporado en los últimos años. Lo que con tanta facilidad pude hacer en mi viaje de ida (desprenderme sin culpa de mi variante materna) no quise hacerlo en mi retorno. No estaba dispuesto, ni lo estoy ahora, a dejar guardado el sociolecto, el habla rioplatense, así que saqué con mucho cuidado las palabras (piola en vez de chido, bancar en vez de aguantar, vereda en vez de banqueta, chamuyar en vez de chorear, chorear en vez de robar, ruta en vez de carretera…), las expresiones compuestas (chúpate esa mandarina en vez de ¿cómo te quedó el ojo? qué boludo que soy en lugar de qué wey soy, dejá de robar en vez de no exageres), construcciones gramaticales (viste que… para referirse a una situación, ¡mirá vos!, para mostrar sorpresa), la tonada, y las puse, las sigo poniendo, en juego en este nuevo lugar, convirtiéndome así en la persona que se aferra a su habla aunque no es el habla propia donde se encuentra, ni siquiera es su habla materna, y por tanto corre el riesgo de no ser entendido o, peor, ser malentendido.

Más allá de lo que había traído conmigo, fruto de los cinco años en suelo argentino, tenía la misión que mi variante rioplatense no se convirtiera, eventualmente, en una fotografía, una imagen que refleja algo que fue pero ya no es más. Quería mantenerla actualizada, viva, característica inherente a cualquier lengua. Y estando a miles de kilómetros de distancia, sin argentinxs a mi alrededor, la solución era clara: prioricé consumir radio argentina, películas argentinas, literatura argentina, diarios argentinos, youtubers argentinos… todos insumos culturales que, además de que me gustan, cumplen la función de proveerme de nuevas palabras, nuevos giros, nuevas expresiones, es decir, mantienen actualizada mi cajita de recursos lingüísticos.

No dejar ir la variante dialectal me causó conflicto por varios años. Primero porque se estrellaba frontalmente con la facilidad de adaptación que había tenido cuando me fui a Buenos Aires. No entendía por qué ahora era difícil, ni siquiera quería intentarlo, adaptarme a mi nueva (y original) realidad lingüística. El segundo problema era de índole identitario: por qué hablar como argentino sin serlo. No pensaba mi situación como una traición (el Estado impulsó la idea de la lengua común y la unió a la noción de Patria (Español = México), nada más falso y lejos de la realidad, así que no hay traición posible) sino como algo más personal, una especie de impostura (hago como si hablara) que necesitaba explicarme racionalmente para terminar de amigarme con mi gran enamoramiento del habla bonarense.

En momentos de honda nostalgia pensaba en la idea de desarraigo, el distanciamiento, la pérdida de identidad. Me sentía alienado, perteneciente a otro lugar, incapaz de integrarme a la sociedad donde ahora me encontraba. Y este ser ajeno se manifestaba primordialmente y con gran fuerza en mi uso del lenguaje. ¿Era realmente mi elección de habla una preferencia razonada o más bien un capricho, incluso un deseo de no ser entendido, de seguir distanciado de mi nuevo lugar? Este desasosiego (casi podríamos llamarlo existencial) excedía, por supuesto, el ámbito del lenguaje. Pero estaba convencido que éste era el era el factor fundamental a través del cual podía aspirar a comprenderme de nueva cuenta.

En una entrevista, Julio Leiva le preguntó a Camila Sosa Villada, escritora argentina, por qué habla como mexicana. “Yo hablo como mexicana porque se me pega la chingada gana”, respondió. Conflicto resuelto. Me gustaría tener su seguridad y capacidad de síntesis: hablo como argentino porque se me canta el culo. Pero no tengo ninguna de ambas cosas así que como una forma de comenzar a resolver el problema/justificar mi habla, elaboré la idea de una curaduría (selección, exhibición) consciente del idiolecto, de la forma de hablar característica que tenemos cada unx de nosotrxs. Nacer en un país o en otro, aprender un primer idioma u otro, es un hecho totalmente azaroso. La lengua materna nos provee de nuestras primeras prendas y las usamos sin mucha reflexión, incluso aunque no nos gusten. Pero, siguiendo con la metáfora del vestir, tiene que ser posible, en cualquier momento, comenzar a elegir qué sacamos del placard lingüístico para comunicarnos, qué nos gusta más, qué preferimos usar: cómo queremos sonar.

La idea de encontrar una voz no es novedad. Es, de hecho, la aspiración máxima de un escritor: el estilo, la voz propia. Borges la tiene y por eso es tan sencillo darse cuenta que “Instantes” no lo escribió él. El trabajo con el lenguaje está muy unido a la palabra escrita pero en lo cotidiano, en nuestra habla del día a día, pareciera haber poco espacio para la reflexión: ¿por qué elegimos una palabra y no otra? ¿este tono y no aquel? ¿es acaso posible, vale la pena, no dar por sentado nuestro acto comunicativo oral; al contrario, buscar también nuestro propio estilo?

Hace seis años que tengo una librería. Por este proyecto volví de Buenos Aires. Encantado por las pequeñas librerías de esa ciudad se me ocurrió que en Comitán podía existir un espacio similar. No sabía nada de negocios pero sí tenía una idea clara de qué tipo de libros quería tener, qué editoriales era imperante que estuvieran, qué títulos y autores jamás debían venderse. En los primeros meses aprendí dos máximas: una librería es su catálogo y la curaduría es la piedra angular sobre la que se erige todo. El catálogo se piensa con consciencia, la curaduría se lleva a cabo con coherencia. La idea del catálogo/curaduría es necesaria porque en lo abstracto nos acerca a nuestro ideal, a lo que aspiramos a ser. Y en lo concreto porque, por una cuestión meramente física, no podemos tener todos los libros. Hay que elegir y en ese acto la librería se define, se configura.

Como una manera de conformar el catálogo inicial pensé una lógica sencilla, aunque quizá un tanto trágica: en caso de eventual quiebra y cierre del querido proyecto, los libros que hubiera adquirido pasarían a ser parte de mi biblioteca personal. ¿Esta perspectiva me hacía feliz? Si la posibilidad de, en un futuro hipotético, adueñarme de todos los libros me entusiasmaba, entonces no era descabellado pensar que trasladaría ese mismo entusiasmo al lectore/cliente al momento de recomendar cualquier libro que estuviera a la venta.

Este paréntesis específico del oficio libresco viene a cuenta porque, metafóricamente, se puede pensar que la librería es la lengua, los libros son el habla. La librería es lo abstracto, una imagen mental, perfecta, idealizada; los libros son lo concreto, la materialización de esa idea. Si puedo curar los libros que constituyen mi acervo, cómo están desplegados en el espacio, cuáles tienen más peso simbólico, inclusive afinar la recomendación según quién la esté pidiendo, con mi acto discursivo puedo operar de la misma manera.

Vuelvo ahora concretamente al terreno del lenguaje, del habla, y a lo que implica la curaduría del idiolecto para unx como hablante (lo individual) y en relación con lxs demás (lo social).

Quizá antes (el antes cuando Internet no existía o no era tan omnipresente), nuestra forma de expresarnos estaba dada porque sí: determinada principalmente por el lugar de nacimiento, por las personas que físicamente nos rodeaban y por nuestros insumos culturales (libros, películas, radio, teatro, música) que eran, en mayor o menor medida, locales. Todo cercano a nosotrxs. ¿Qué elección podía haber si apenas conocíamos la variedad? Y para peor, cuando alguien llegaba y se le oía diferente era entonces el otro, el que hablaba raro, el que hablaba distinto, mal.

Sin embargo, el mundo avanza, al menos así parece. Lo que antes era así porque sí y ni modo, ahora se pone sobre la mesa, se piensa nuevamente. Estructuras sociales que parecían inamovibles se transforman: es posible elegir cómo se quiere vivir, qué se quiere ser, con quién se quiere estar y de qué manera. Y nuestro idiolecto no tendría, no puede quedarse afuera de esta reflexión.

¿Por qué la manera en como hablo se puede pensar ahora? No es porque antes fuera imposible pero sin duda era más difícil; antes el mundo era tan pequeño que cabía en un apretón de manos. Ahora, si tenemos la fortuna de una conexión a Internet, por la mañana vemos una película ecuatoriana, a la tarde escuchamos un programa de radio de Buenos Aires y por la noche el episodio de la nueva temporada de La casa de papel. Y también avanzamos, si tenemos tiempo, con el nuevo libro de cuentos de una escritora peruana. Día a día estamos expuestos constantemente a un crisol de acentos, palabras, expresiones y ritmos que provienen de una multiplicidad de expresiones culturales: desde un libro hasta la última canción que C. Tangana hizo en colaboración con Jorge Drexler. No oímos una sola variante dialectal; más importante aún: no es extraordinario escuchar, en un mismo día, tres, cuatro cinco variantes distintas del español. ¿Qué hacemos con todos estos recursos lingüísticos que a toda hora nos empapan? Sería ingenuo pensar que somos ante ellos sujetos meramente pasivos que sólo escuchan sin incorporar aquello que nos gusta, nos copa. Si la lengua es un tablero y nosotrxs somos jugadorxs, es lógico pensar que podemos tomar aquello que nos ayude a jugar mejor, es decir, encontrar nuestra manera particular de usar la lengua. Tengo en mí todos los sueños del mundo, escribió Fernando Pessoa. Tengo en mí todas las variantes lingüísticas del español, podríamos parafrasear.

¿Cuál sería una consecuencia directa de esculpir nuestra personal variante dialectal? El ruido. No olvidemos que la lengua es un hecho social y sostenido por convenciones. Para que exista el acto comunicativo, es imperante que nos demos a entender y para conseguir esto es necesario compartir el mismo código lingüístico (llámese, de lo general a lo particular, idioma, dialecto, sociolecto). Pero entre más particular, propio, sea la curaduría de nuestro idiolecto (agregando léxico, frases, giros, entonación, pronunciación), habrá más ruido en la comunicación y exigiremos más de las personas que nos rodean y que nos escuchan. Si yo digo guita cuando la convención es varo, tengo que aceptar dos posibles desenlaces: que le otrx no me entienda y tampoco le interese lo que quiero decir o que no me entienda pero me pida aclarar a qué me refiero.

En ambos casos el acto comunicativo no es todo lo fluído que podría ser (en el primero directamente no existe, en el segundo se demora por la necesaria explicación) y nace la tolerancia lingüística. Si mi habla es particular le otrx, quien escucha, es necesariamente paciente conmigo también y viceversa (receptor se toma el tiempo de indagar qué quise decir, emisor de desarrollar lo que dijo). La lengua es personal pero se ejecuta en lo social.

Es necesario detenerse en el aspecto social de la lengua y poner sobre la mesa el privilegio lingüístico con el que cuento (parecido al de Camila Sosa): estudié Literatura, soy lector, trabajo con las palabras, tengo tiempo y ganas de reflexionar sobre el lenguaje y sus usos. Pero no todxs tienen esta oportunidad, para muchxs el lenguaje es otra herramienta más, se adaptan (y lo adoptan) lo mejor que pueden, es un medio para un fin. Es otra realidad, otra manera de apropiarse de la lengua que no puede mirarse en los términos que plantea este trabajo. Pero justamente es por los términos pensados que también es posible, me es posible, como hablante, detenerme a pensar y en la tiendita de la esquina pedir a quien está atendiendo que me de una jerga y no una rejilla.

Además de la tolerancia hay otro concepto que me parece fundamental y que termina de cerrar la idea de la curaduría del habla propia: la hospitalidad lingüística. El eje que atraviesa y articula esta historia es lo comunitario, lo colectivo. En el viaje de ida encontré con relativa rapidez a un grupo, amigues, con quienes, literalmente, solté la lengua. En esta conversación constante con otrx(s) nació y creció, como no podía ser de otra manera, el gusto y la pasión por un tipo de sonido, un tipo de palabras, un ritmo particular. Lxs hablantes de allá (y aquí generalizo), tuvieron atenciones, fueron generosxs y amables conmigo en su propia tierra en la que era yo quien sonaba diferente.

Al volver a México parecía que era solamente tolerado lingüísticamente. Entendía perfectamente por qué, me parecía lógico, (finalmente era yo quién estaba decidiendo hablar distinto) pero no dejaba de ser desmoralizante. De nada sirve construir, curar, editar, diseñar un habla personal si no tenemos con quien compartirla, con quién hablarla, en quién desparramarla: el fin de la alienación empieza cuando hay alguien, otrx, otrxs, que no sólo nos tolera sino que nos acompaña, disfruta, entiende, cacha al toque y devuelve charla en el léxico familiar. Esto significa ser, nosotrxs y le otrx, hospitalarios lingüísticamente: hablamos y nos hablan; escuchamos y somos escuchados.

¿El resultado? La construcción colectiva de un idioma común entre dos (o más) personas; y sinceramente se me ocurren pocos actos más íntimos y placenteros que éste.


¿Qué significa Argentina en mi historia personal? Es tema de otro ensayo pero es el punto de inflexión de mi vida. El regreso desató una crisis personal en cuyo epicentro estaba el lenguaje, el idioma de los argentinos, como diría Borges. Quizá no está zanjada del todo pero este trabajo, haber podido comenzar a elaborar/justificar por qué hablo como hablo, sustentar esta decisión en los conceptos Curaduría/Tolerancia/Hospitalidad, traza el camino y avanza muchos pasos en pos de una eventual y posible resolución.

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