Anoche soñé contigo. Antes de dormir, había estado hablando sobre ti y tu aventura meditativa con Franco, un argentino couchsurfer que llegó a la casa con la mejor carta de presentación: una petición de Daniela para recibirlo. No pude negarme por diversas razonones: primero, porque es imposible decirle a Daniela que no. Segundo, una mirada rápida al perfil de Franco me reveló que es titiritero, estatua viviente, malabarista y toca un instrumento músical que desconozco llamado didgerido. En ese momento me deshice de la casualidad y acepté la causalidad. Es un buen chico, charlamos mucho ayer y hoy se ha ido a vender sus artesanias al callejón del Diamante. Saliste a relucir en la plática, entre otras cosas, porque Franco hace yoga y meditación, aunque afirmó que diez días de silencio quizá sería demasiado. Yo dije lo mismo y admiré más tu decisión.
En el sueño llegaste antes de lo previsto. Una mañana apareciste mientras yo preparaba cereal. Te sentaste a la mesa y yo lancé la pregunta clásica: ¿Qué pasó? Estaba feliz de verte, sin duda, pero mi curiosidad pudo más y fue lo primero que te dije. Entonces me contaste la historia. Los monjes los habían corrido a todos. Luego de tres días de meditación, habían concluído que no estaban preparados para realizar aquellos días de silencio. Había cundido la anarquía porque, según decías, muchos hablaban con sus amigos o se quedaban dormidos mientras trataban de conocerse a sí mismos. El día que llegaste los maestros no pudieron más y abandonaron el barco. Yo no dije nada.
Hoy desperté y no estás aquí. Significa que todo va bien.