Un delirio con la droga más blanda

La primera vez que probé la mariguana no fue de forma consciente y la paranoia que me generó fue enorme: pensé que estaba en coma por el resto de mi vida.

En noviembre de 2009, a pocas semanas de haber llegado a Argentina, alquilaba junto a Sol una habitación en un hostal de la ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe. Viví ahí tres meses y fue lo más cerca que he estado de cumplir mi fantasía juvenil de habitar en un hotel, aunque con un lujo muchísimo menor al que imaginó mi cerebro adolescente.

El hostel rosarino fue escenario de muchas primeras veces, la mayoría de las cuales tuvieron que ver con conocer la cultura argentina. En ese hogar comunitario también consumí marihuana por primera vez en mi vida, aunque no fue de manera consciente ni a través de los clásicos porros sino como ingrediente secreto de un pastel de cumpleaños. Yo, que no había estado presente en su preparación, comí dos porciones y en menos de una hora me encontré tumbado en la cama con un serio ataque de paranoia.

Mi mente estaba atrofiada, funcionaba lento y la realidad parecía de mentira. Para mí, que sólo había leído o escuchado sobre los efectos de la marihuana, era posible intuir que, en efecto, estaba bajo su influjo pero era incapaz de confirmarlo. Mi cerebro, por su parte, se ocupó de desarrollar una explicación alternativa que a pasos agigantados ganaba terreno.

Creí que estaba en coma. Creí que, en realidad, no estaba en el hostal de Rosario, tirado en la cama hablando con Sol, que ya había confirmado el ingrediente secreto del pastel con sus creadores, sobre los efectos que estaba sintiendo. La realidad debía tener un tinte más cruel: estaba imaginándolo todo, atrapado en mi mente, sin ser consciente de que todo ocurría sólo en los espacios de mi imaginación. La situación me angustiaba porque no tenía forma de confirmar nada. Si me intentaba convencer de que estaba drogado rápidamente surgía el argumento contrario, el que decía que ésa era sólo una explicación fácil para una realidad mucho más trágica.

Sé que pasaron un par de horas porque se hizo de noche. Sol intentaba tranquilizarme pero yo sólo pensaba en el infortunio que significaba estar en coma, no poder moverse, y, sin embargo, estar consciente. Atrapado en uno mismo. Visualizaba mi cuerpo en la cama, me veía con los ojos cerrados y pensaba que me esperaban muchos años de estar conmigo mismo.

La realidad seguía siendo confusa. Sol sugirió salir. Los dos abandonamos la habitación del hostel y lo descubrimos completamente oscuro y vacío. Le pregunté qué había pasado, dónde estaban todos. Su respuesta me confirmó que lo que estaba viviendo tenía que ser mentira, fruto de una imaginación aburrida.

—Se fueron todos pero en el mostrador encontré una demanda de la chica que hace la limpieza porque está trabajando en negro. Es de Paraguay.

Mientras bajábamos las escaleras, aún en la oscuridad, repetí en voz alta muchas veces las palabras “Paraguay”, “trabajo en negro”, “demanda”. No sabía que la chica de la limpieza era de Paraguay y me parecía extraño que justo ese día se hubiera animado a presentar una demanda. ¿Podía ser posible que todo fuera una broma? ¿Afuera estarían July y Juan, los cocineros del pastel, para explicármelo todo y decirme que la situación se había ido de las manos?

En la calle no había nadie. Sentí la humedad del ambiente pero en la vereda sólo estábamos Sol y yo, que intentaba no perder el equilibrio. No llegamos muy lejos. En la esquina le dije que prefería no cruzar la calle y le pedí volver al hostal, el único lugar que a pesar de todo me parecía seguro. Hicimos el recorrido inverso y en nuestra habitación volví a tirarme en la cama, boca arriba, con la mirada fija en el ventilador de techo, con mi mente nuevamente ocupada en el delirio de sentirse en una prisión perpetua.

En un momento me quedé dormido. Desperté con hambre y comí las cosas dulces que Sol había comprado para el momento del bajón. Era de madrugada y los efectos de la marihuana estaban pasando. Al día siguiente fui el primero en despertar. Abrí los ojos y la sensación de paranoia había desaparecido. De la aventura sólo quedaban los empaques de dulces, galletas y yoghurt que había devorado hacía unas horas.

Decidí creer que, en efecto, todo había sido una fantasía.

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